Page 4 - all
P. 4

SENTIDA MEMORIA DEL CLUB EDAFOS

         Tantos años después, pero frente a un ordenador, el novelista recuerda emocionado
la excursión en la que iba a descubrir, entre otras, voces tan exóticas como ‘ranker’,
‘chernozen’ y ‘terra rossa’, y a definir el suelo como aquello que, por debajo de la suela de
nuestros zapatos, se hunde hasta la roca madre. O sea, a don José María Albareda
capitaneando a un grupo de sus animosos alumnos englobados en el deletéreo Club Edafos (lo
escribía con efe). El que ahora prologue esa memoria quien abandonó el estudio de las ciencias
de la naturaleza para entregarse a la ficción narrativa es paradójico, pero quizá exponente del
íntimo y radical impulso que el magíster trataba de inculcarnos: “La creatividad es el ansia por
alcanzar un nuevo punto de vista o un nuevo ámbito”. Sentencia válida para las dos culturas.

         El protagonista de esta historia tenía un encanto personal fuera de los usos y
costumbres de aquellos años, los 50 del siglo pasado, se dice pronto. En mi caso una anécdota
con categoría de metáfora lo define. En Madrid, en el campus de la Universidad Complutense,
escalinatas de la Facultad de Farmacia, nueve de la mañana, tempranísimo para un noctívago
como quien escribe pero que por nada del mundo se perdería la clase de Edafología. Aparca
un coche oficial, el único vehículo en tan grande espacio (nadie tenía coche y motos con los
dedos de la mano) y de él desciende don José María vestido de chaqué. Es Secretario del CSIC,
importante personaje científico y político, tendrá alguna posterior e ineludible recepción de
alto rango. Ya en el aula comienza a explayarse y ramificarse borgianamente, su frágil figura se
acrecienta ante la pizarra, surgen croquis, flechas laberínticas, anotaciones complementarias,
borradas, rescritas, se está poniendo perdido de tiza. Su verbo me fascina tanto como esa
blanca túnica que va cubriendo su vestimenta de gala, es edafólogo hasta el hondón de si
mismo y ahora, en esta clase, ningún otro valor cuenta, cuenta y no acaba. Tomo apuntes con
caligrafía de maníaco. Acaba, se sacude ligeramente las solapas de la chaqueta y se despide
con su habitual sonrisa.

         De siempre los tres mosqueteros han sido cuatro, pero en aquellos años y cursos
éramos cinco los amigos, Emilio Muñoz, José Luís Cánovas, Jorge Fernández López-Sáez,
Joaquín del Río “and me”, todos menos uno con sobresalientes expedientes académicos que
culminarían con no menos brillantes carreras de bioquímicos, genetista y farmacólogo. Quizá
   1   2   3   4   5   6   7   8   9